Número 32—Testimonio para la iglesia
La obra del ministro del evangelio
Hay muchas cosas que necesitan corregirse en las asociaciones de Upper Columbia y North Pacific.* El Creador esperaba que los hermanos allí llevasen fruto conforme a la luz y los privilegios que les fueron otorgados, pero en esto ha quedado chasqueado. El les ha dado toda ventaja posible; pero ellos no han mejorado en lo que se refiere a la mansedumbre, la piedad, y la benevolencia. No han seguido aquel curso de vida, no han revelado aquel carácter ni ejercido aquella influencia que más contribuiría a honrar a su Creador, a ennoblecerlos a ellos mismos y a convertirlos en una bendición para su prójimo. En sus corazones reina el egoísmo. Les encanta hacer lo que mejor les conviene y buscan su propia comodidad, honra y prosperidad, y el placer personal, ya sea en su forma más ordinaria o más refinada. Si seguimos el camino del mundo y las inclinaciones de nuestras propias mentes, ¿será para nuestro bien? Dios, quien formó al hombre, ¿no espera algo mejor de nosotros?
“Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados”. Efesios 5:1. Los cristianos han de ser como Cristo. Deben tener el mismo espíritu, ejercer su misma influencia, y poseer la misma excelencia moral que él poseyó. Los idólatra y corrompidos de corazón tienen que arrepentirse y volver a Dios. Los que son orgullosos y que se justifican a sí mismos tienen que subyugar el yo y arrepentirse con corazón manso y humilde. Los que se inclinan hacia la mundanalidad tendrán que desprender los tentáculos de su corazón de la basura del mundo a la cual están prendidos y entrelazarse con Dios; han de convertirse en personas de pensamiento espiritual. Los deshonestos y prevaricadores tienen que hacerse justos y rectos. Los ambiciosos y codiciadores han de ocultarse en Jesús y procurar su gloria, y no la propia. Tienen que despreciar su propia santidad y acumular tesoro en el cielo. Los que no oran tendrán que sentir la necesidad tanto de la oración secreta como la de familia y elevar sus plegarias a Dios con gran fervor.
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Como adoradores del Dios verdadero y viviente, debemos llevar fruto correspondiente a la luz y privilegios de que disfrutamos. Muchos están adorando ídolos y no al Señor del cielo y de la tierra. Cualquier cosa que los hombres amen y en la cual confíen, y que sustituya al amor y la confianza completa en el Señor, se convierte en ídolo y así queda registrada en los libros del cielo. A menudo las mismas bendiciones se convierten en maldición. Las simpatías del corazón humano, fortalecidas por el ejercicio, a veces se pervierten de tal manera que se convierten en tropiezo. Si alguien es reprendido, no falta nunca quien simpatice con él. Pasan por alto completamente el perjuicio que se ha hecho a la causa de Dios por medio de la mala influencia de aquel cuya vida y carácter no se asemejan en nada al Modelo. Dios envía a sus siervos con un mensaje para un pueblo que profesa seguir a Cristo; pero, algunos son hijos de Dios sólo de nombre, y rechazan la amonestación.
De una manera maravillosa Dios ha dotado al hombre de la facultad de la razón. Aquel que capacitó al árbol para llevar la carga de agradable fruto, ha capacitado al hombre para llevar el precioso fruto de la justicia. Ha colocado al hombre en su huerto y con ternura lo ha cuidado, y espera que lleve fruto. En la parábola de la higuera, Cristo dice: “He aquí hace tres años que vengo a buscar fruto”. Lucas 13:7. Por más de dos años el Dueño ha buscado el fruto que tiene derecho a esperar de estas asociaciones, pero, ¿ha sido premiada su búsqueda? Con mucho esmero cuidamos de un árbol o planta favorita, en espera de que nos recompense produciendo capullos, flores y fruto; y cuánto nos chasqueamos cuando lo único que encontramos son hojas. ¡Con cuánta más preocupación y tierno interés vela nuestro Padre celestial sobre el crecimiento espiritual de aquellos a quienes él ha creado conforme a su propia imagen y por quienes se dignó entregar a su Hijo para que fuesen elevados, ennoblecidos y glorificados!
El Señor cuenta con sus agencias establecidas para comunicarse con los hombres en sus yerros y descarríos. Sus mensajeros son enviados para dar un testimonio claro, despertarlos de su somnolencia y abrir ante su entendimiento las preciosas palabras de vida, las Sagradas Escrituras. Estos hombres no han de ser solamente meros predicadores, sino ministros, portadores de luz, centinelas fieles que vean el peligro que amenaza y amonesten al pueblo. Han de semejarse a Cristo en su celo fervoroso, en su tacto considerado, y en sus esfuerzos personales en pocas palabras, en todo su ministerio. Han de tener una conexión vital con Dios y han de familiarizarse de tal manera con las profecías y las lecciones prácticas del Antiguo y Nuevo Testamento que puedan extraer de la mina de la Palabra de Dios cosas nuevas y viejas.
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Algunos de estos ministros cometen un error en la preparación de sus discursos. Organizan todos los pormenores de una manera tan exacta que no le dejan lugar al Señor para dirigir e impresionar sus mentes. Cada punto está fijo, estereotipado por así decirlo, y no pueden apartarse del plan que han delineado. Este procedimiento, si se continúa, hará que se hagan estrechos de mente, circunscritos en su punto de vista, y pronto los dejará tan desprovistos de vida y energía como lo estaban las colinas de Gilboa de rocío y lluvia. Es preciso que abran sus almas y permitan que el Espíritu Santo tome posesión de sus mentes y las impresione. Cuando todo lo delinean de antemano y piensan que no pueden desviarse de estos discursos fijos, el efecto no es mucho mejor que el que produce la lectura de un sermón.
Dios desea que sus ministros dependan enteramente de él, pero a la vez ellos debieran estar cabalmente instruidos para toda buena obra. No se puede exponer un tema de la misma manera a todas las congregaciones. Si se le permite hacer su obra, el Espíritu Santo impresionará la mente con ideas ajustadas a los casos de aquellos que necesitan ayuda. Sin embargo, los discursos formales de muchos de los que ocupan el púlpito tienen muy poco del poder vitalizador del Espíritu Santo. El hábito de predicar discursos como éstos será efectivo en destruir la utilidad y capacidad del ministro. Esta es una de las razones porque los esfuerzos de los obreros en _____ y en _____ no han tenido más éxito. Dios ha tenido muy poco que ver con la impresión de la mente en el púlpito.
Otra causa del fracaso en estas asociaciones es que el pueblo a quien el mensajero es enviado quiere acomodar sus ideas a las de ellos y poner palabras en su boca cuando él debiera hablar. Los atalayas de Dios no han de estudiar cómo han de complacer a la gente, escuchar sus palabras ni proferirlas, sino que han de oír lo que dice el Señor y cuál es su mensaje para el pueblo. Si dependen de discursos preparados años antes, puede ser que fracasen en suplir las necesidades de una ocasión dada. Debieran abrir sus corazones para que el Señor los impresione, y luego podrán ofrecerle al pueblo la preciosa verdad fresca del cielo. Dios no está satisfecho con aquellos ministros de mente estrecha que aplican las energías que Dios les ha dado a asuntos de poca importancia y dejan de crecer en sabiduría divina hasta alcanzar la estatura de un varón perfecto. El quiere que sus ministros posean amplitud mental y verdadera valentía moral. Tales hombres estarán preparados para hacer frente a la oposición y superar dificultades, y conducirán al rebaño de Dios en lugar de ser dirigidos por él.
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Hay demasiado poco del Espíritu y del poder de Dios en la obra de los atalayas. El Espíritu que caracterizó aquella maravillosa reunión el día de Pentecostés, está esperando manifestar su poder sobre los hombres que están interpuestos entre los vivos y los muertos como embajadores de Dios. El poder que conmovió al pueblo tan fuertemente durante el movimiento de 1844 se ha de manifestar una vez más. El mensaje del tercer ángel avanzará, no en tono silencioso, sino con gran clamor.
Muchos de los que profesan tener gran luz están caminando bajo la lumbre de un fuego de hechura propia. Necesitan que sus labios sean tocados con un carbón encendido del altar para que brote de ellos la verdad como hombres que están inspirados. Hay muchos que suben al púlpito con discursos rutinarios que no llevan en sí la luz del cielo.
Hay demasiado del yo y muy poco de Jesús en el ministerio de todas las denominaciones. El Señor usa a hombres humildes para proclamar sus mensajes. Si Cristo hubiera venido en majestad real, con la pompa que acompaña a los grandes hombres de la tierra, muchos lo hubieran aceptado; pero Jesús de Nazaret no deslumbró los sentidos de la gente con una exhibición de gloria externa, ni la convirtió en la razón fundamental para ser reverenciado por ellos. Vino como un humilde hombre para ser Maestro y Ejemplo, como también el Redentor de la humanidad. Si él hubiera dado lugar a la pompa, si hubiera venido acompañado del séquito de insignes hombres de la tierra, ¿cómo habría podido enseñar la humildad? ¿Cómo habría podido presentar verdades ardientes como las de su Sermón del Monte? El ejemplo que nos dio era el que anhelaba que imitaran sus seguidores. ¿Qué hubiera sido de la esperanza de los de vida humilde si él hubiera venido con altivez y vivido como un monarca sobre la tierra? Jesús conocía las necesidades del mundo mejor que ellos mismos. No vino como ángel, vestido con la panoplia celeste, sino como hombre. Sin embargo, en combinación con su humildad había un poder y una grandeza inherentes que los hombres admiraban a la vez que lo amaban. Aunque poseía tanto atractivo a la vez que una apariencia tan modesta, caminaba entre los hombres con la dignidad y autoridad de un rey nacido del cielo. La gente se admiraba, se confundía. Trataba de razonar en cuanto a la situación, pero, no queriendo abandonar sus propias ideas, cedían a sus dudas, aferrándose a la antigua expectación del Salvador que vendría con terrenal esplendor.
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Cuando Cristo pronunció el Sermón del Monte, sus discípulos se apiñaron en torno a él y la multitud, poseída de una intensa curiosidad, también se acercó lo más posible. Esperaban algo fuera de lo común. Los rostros ansiosos y la actitud atenta eran indicio de gran interés. La atención de todos parecía estar clavada sobre el orador. Sus ojos estaban iluminados con un amor inefable, y la expresión celestial de su rostro impartía significado a cada palabra que profería. Había ángeles del cielo presentes en aquella multitud atenta. Allí estaba también el enemigo de las almas con sus ángeles malos, listo para contrarrestar hasta donde fuese posible la influencia del Maestro celestial. Las verdades allí expresadas han atravesado los siglos y han sido una luz en medio de la oscuridad general del error. Muchos han encontrado en ellas lo que el alma más necesitaba: un fundamento seguro de fe y acción; pero en estas palabras pronunciadas por el más grande Maestro que el mundo haya jamás conocido, no había ninguna exhibición de elocuencia. El lenguaje es claro y los pensamientos y sentimientos se caracterizan por la mayor sencillez. Los pobres, los indoctos, los de mente más sencilla, pueden entenderlos. De una manera misericordiosa y bondadosa el Señor del cielo se dirigía a las almas que había venido a salvar. Les enseñaba como quien tenía autoridad, hablándoles las palabras de vida eterna.
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Todos debieran imitar al Modelo lo más cerca posible. Aunque no pueden poseer la conciencia del poder que Jesús tenía, pueden de tal manera vincularse a la Fuente del poder, que Jesús pueda morar en ellos.
“Andad en la luz, como él está en la luz”. Es la mundanalidad y el egoísmo lo que nos separa de Dios. Los mensajes del cielo son de tal naturaleza que suscitan la oposición. Los fieles testigos de Cristo y de la verdad reprocharán el pecado. Sus palabras serán como un martillo que rompe el corazón de piedra y como fuego que consume la escoria. Existe una constante necesidad de mensajes de amonestación serios y decididos. Dios quiere hombres que sean fieles al deber. Al tiempo debido él envía a sus fieles mensajeros para que hagan una obra semejante a la de Elías.
El ministro como educador
El estado de cosas en _____ es algo que ha de lamentarse profundamente. Lo que el Señor se ha dignado presentarme ha sido de tal carácter que me ha causado dolor. Quien sea que trabaje aquí o en _____ de ahora en adelante tendrá que trabajar cuesta arriba y llevar una carga pesada, porque el trabajo no ha sido fielmente concluido, sino que ha sido dejado a medias. Y esto es aún más penoso debido a que el fracaso no se puede achacar enteramente a la mundanalidad y falta de amor hacia Jesús y la verdad de parte del pueblo; pero gran parte hay que atribuirlo a los ministros, quienes al trabajar entre la gente, han fracasado notoriamente en el cumplimiento de su deber. No han tenido espíritu misionero; no han sentido la gran necesidad de educar cabalmente al pueblo en todos los ramos de la obra, en todos los lugares donde la verdad se ha establecido. La obra bien hecha en favor de un alma se hace en beneficio de muchas; pero los ministros no se han dado cuenta de esto y han dejado de educar a personas quienes a su vez debieran mantenerse firmes en defensa de la verdad y educar a otros. Esta manera de trabajar, floja, laxa y a medias, no es aprobada por Dios.
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Al ministro podrá gustarle la predicación, ya que es la parte agradable de su obra y comparativamente fácil; pero a ningún ministro se le debiera juzgar por su capacidad como orador. La parte más dura viene después que deja el púlpito, el riego de la semilla sembrada. El interés que fue suscitado debiera seguirse con la labor personal: la visitación, la celebración de estudios bíblicos, la enseñanza de cómo estudiar las Escrituras, la oración con familias y personas interesadas, procurando ahondar la impresión hecha sobre corazones y conciencias.
Hay muchos que no tienen ningún deseo de amistarse con sus vecinos incrédulos y con aquellos con quienes se topan, y no sienten que sea su deber vencer esta renuencia. La verdad que enseñan y el amor de Jesús deberían poseer gran poder para ayudarles a vencer este sentimiento. Deberían recordar que han de encontrarse con estos mismos hombres y mujeres en el día del juicio. ¿Han dejado de pronunciar palabras que debieron haber sido dichas? ¿Han sentido suficiente interés por las almas como para amonestarlas, instarlas, orar por ellas, y hacer cualquier esfuerzo para ganarlas para Cristo? ¿Han combinado el buen criterio con el celo, siguiendo el consejo del apóstol: “A otros salvad, arrebatándolos del fuego; y de otros tened misericordia con temor, aborreciendo aun la ropa contaminada por su carne” Judas 23?
Hay una obra seria que debe ser realizada por todos los que desean tener éxito en el ministerio. Os ruego, queridos hermanos, ministros de Cristo, no fracaséis en vuestro deber asignado de educar al pueblo a esforzarse con inteligencia por sostener la causa de Dios en todos sus variados aspectos. Cristo fue un educador y sus ministros, quienes le representan, deben ser educadores. Cuando dejan de enseñar al pueblo su obligación para con Dios respecto al pago de diezmos y ofrendas, descuidan una parte importante de la obra que el Maestro les asignó, y las palabras “siervo infiel” se registran al pie de sus nombres en los libros del cielo. La iglesia deduce que si estas cosas fueran esenciales, el ministro, a quien Dios envió para presentarles la verdad, así se lo informaría; y se siente segura y cómoda mientras descuida su deber. El pueblo actúa de manera contraria a los requerimientos que Dios ha declarado y como resultado carece de vida y se vuelve ineficiente. No ejerce una influencia salvadora sobre el mundo, y Cristo lo conceptúa como sal que ha perdido su sabor.
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Pueden organizarse grupos de observadores del sábado en muchos lugares. A menudo no serán numerosos; pero no han de descuidarse, no han de dejarse morir por falta de esfuerzo personal y preparación adecuados. La obra no debe dejarse prematuramente. Ved que todos tengan conocimiento de la verdad, que estén bien establecidos en la fe e interesados en todos los ramos de la obra, antes de dejarlos y marcharos a otro campo de labor. Y luego, así como lo hizo el apóstol Pablo, visitadlos a menudo para ver cómo siguen. ¡Oh, la obra descuidada que hacen muchos de los que se dicen ser comisionados por Dios para predicar su Palabra hace que los ángeles derramen lágrimas!
La obra podría encontrarse en un estado saludable en todos los campos, y de veras lo estuviera si los ministros confiasen en Dios y no permitiesen que nada interviniese entre ellos y su obra. Hay mayor necesidad de trabajadores más bien que de predicadores, pero ambos oficios han de combinarse. Se ha comprobado en el campo misionero que, no importa cuál sea el talento de predicación, si se descuida el aspecto del trabajo, si al pueblo no se le enseña cómo debe trabajar, cómo dirigir reuniones, cómo hacer su parte en la obra misionera, cómo alcanzar a otros con éxito, la obra será casi un fracaso. En la obra de la escuela sabática hay mucho que hacer también para que el pueblo reconozca cuáles son sus obligaciones y que haga su parte. Dios los llama a trabajar para él, y los ministros debieran dirigir sus esfuerzos.
Es un hecho obvio y a la vez triste, que la obra en estos campos debiera estar años más avanzada que lo que está ahora. El descuido de parte de los ministros ha desanimado al pueblo y la falta de interés, de sacrificio abnegado y aprecio por la obra de parte del pueblo ha desanimado a los ministros. “Dos años de atraso” es lo que aparece registrado en el Libro del Cielo. Este pueblo pudo haber hecho mucho para adelantar la causa de la verdad y ganar almas para Cristo en las diferentes localidades, como también crecer ellos mismos en gracia y en el conocimiento de la verdad, si hubiesen aprovechado sus oportunidades y hecho buen uso de sus privilegios, caminando, no con murmuración y queja, sino con fe y valor. Sólo la eternidad podrá revelar cuánto se habrá perdido durante estos años y cuántas almas se han dejado perder por causa de este estado de cosas. La pérdida es tan grande que no se puede calcular. Se ha insultado a Dios. El curso que se ha seguido ha infligido una herida a la causa que tardará años en sanar; y si los errores que se han cometido no se ven ni hay arrepentimiento por ellos, de seguro que se han de repetir.
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El reconocimiento de estos hechos ha traído sobre mí cargas indecibles, causándome desvelos. Ha habido ocasiones en que parecía que mi corazón desfallecería, y sólo podía orar, desahogando mi pena llorando en voz alta. ¡Oh, me sentía tan apenada por mi Salvador! Su búsqueda de fruto en la higuera frondosa y su desilusión porque “nada halló sino hojas” me pareció algo muy vivido ante mis ojos. Sentí que no podía permitir que fuese así. De ninguna manera podía yo aceptar los años pasados de descuido del deber de parte de los ministros y del pueblo. Temía que la maldición de sequedad pronunciada sobre la higuera fuera la suerte de los negligentes. El terrible descuido en llevar a cabo la obra y en cumplir la misión que Dios les ha encomendado nos hace incurrir en una pérdida que ninguno de nosotros puede afrontar. Significa correr un riesgo demasiado temible en sus resultados y demasiado terrible para que nos aventuremos a él en ningún período de nuestra historia religiosa; mucho menos ahora cuando el tiempo es tan corto y hay tanto que hacer en este día de la preparación de Dios. El cielo entero está fervorosamente involucrado en la obra de salvación de la humanidad; Dios envía luz a su pueblo, delineando sus deberes, para que ninguno se desvíe del camino correcto. Pero Dios no envía su luz y su verdad para que sean tenidas en poca estima y se traten con liviandad. Si el pueblo se muestra desatento, son doblemente culpables ante él.
Al entrar en Jerusalén, sobre la cúspide del Monte de los Olivos, Cristo prorrumpió en un incontrolable llanto de aflicción, exclamando entre sollozos mientras contemplaba la ciudad de Jerusalén: “¡Oh, si también tú conocieses, a lo menos en éste tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está encubierto de tus ojos” Lucas 19:42. No lloró por sí mismo, sino por los que desprecian su misericordia, su longanimidad y paciencia. El curso seguido por los habitantes endurecidos de corazón e impenitentes de la ciudad sentenciada es semejante a la actitud de las iglesias e individuos hacia Cristo en el tiempo presente. Descuidan sus requerimientos y desprecian su clemencia. Existe apariencia de piedad, hay culto ceremonioso, hay oraciones halagadoras; pero falta el verdadero poder. El corazón no ha sido suavizado por la gracia, sino que es frío e insensible. Muchos, como los judíos, están cegados por la incredulidad y no conocen el tiempo de su visitación. En lo que se refiere a la verdad, han tenido toda clase de oportunidades; Dios ha estado apelando a ellos por años mediante reprensiones, correcciones e instrucción en justicia; pero las directivas especiales han sido dadas sólo para ser descuidadas y colocadas al mismo nivel de las cosas comunes.
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El deber de reprender a los amadores del dinero
Muchos de los que se cuentan entre los creyentes no están realmente unidos a ellos en fe y en principio. Están haciendo exactamente lo que Jesús les dijo que no hiciesen: acumulando tesoros sobre la tierra. Cristo dijo: “No alleguéis tesoros en la tierra… sino allegaos tesoros en el cielo… Porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón”. Mateo 6:19-21. Este es uno de los peligros que amenazan a los cristianos. No obedecen las instrucciones positivas de Cristo. No demuestran una verdadera fe y confianza en Dios. Para ganar riquezas, acumulan cargas y afanes hasta que sus mentes están casi totalmente enfrascadas en ellos. Están deseosos de ganancias y siempre ansiosos por el temor a las pérdidas. Mientras más dinero y terrenos tienen, más deseosos están de tener más. Están embriagados, “pero no de vino”, se tambalean, “mas no de licor”. Isaías 29:9. Están sobrecargados con los cuidados de la vida, los cuales los afectan como la bebida fuerte al borracho. El egoísmo los ha cegado de tal manera que trabajan día y noche para asegurarse de tesoros perecederos. Descuidan sus intereses eternos; no tienen tiempo para atender estas cosas. Los grandes asuntos de la verdad no están en sus mentes, como puede verse por sus palabras, sus planes, y su comportamiento. ¿Qué si las almas a su alrededor perecen en sus pecados? Para ellos esto es de menos importancia que sus tesoros terrenales. Que las almas por las cuales Cristo murió se hundan en la ruina; ellos no tienen tiempo para salvarlas. Al trazar planes para su provecho material, demuestran tener aptitud y talento; pero estas cualidades valiosas no las dedican a la ganancia de almas para Cristo, para la edificación del reino del Redentor. ¿Acaso no están pervertidos los sentidos de tales personas? ¿No están embriagados con el cáliz intoxicante de la mundanalidad? ¿No han echado a un lado la razón, y no se han convertido las ambiciones y propósitos egoístas en el poder que los rige? La obra de prepararse para estar en pie en el día del Señor y de emplear las habilidades que Dios les ha dado para ayudar a preparar a un pueblo para ese día, se tiene como algo demasiado insubstancial y que no satisface.