Testimonios para la Iglesia, Vol. 8, p. 250-259, día 438

Uno con Cristo en Dios

El Señor llama a hombres que tengan una fe sincera y un pensamiento sano, hombres que reconozcan la diferencia entre lo falso y lo verdadero. Cada uno debe mantenerse en guardia, estudiar y practicar las lecciones dadas en el capítulo 17 del Evangelio de Juan, y conservar una fe viva en la verdad presente. Necesitamos el dominio propio que nos permitirá conformar nuestras costumbres a la oración de Cristo.

La instrucción que me ha sido dada por Uno que tiene autoridad, es que debemos aprender a contestar la oración contenida en el capítulo 17 de Juan. Debemos hacer de esta oración nuestro primer estudio. Cada ministro del evangelio, cada misionero médico debe profundizar la ciencia de esta oración. Hermanos y hermanas, os ruego que prestéis atención a esas palabras y que dediquéis a ese estudio un espíritu sereno, humilde y contrito, y las sanas energías de una mente puesta bajo el dominio de Dios. Los que no aprenden las lecciones contenidas en esa oración se exponen a obtener un desarrollo unilateral, que ninguna educación subsiguiente podrá corregir.

“Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado. Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos”. Juan 17:20-26.

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El propósito de Dios es que sus hijos se fusionen en la unidad. ¿No es vuestra esperanza vivir juntos en el mismo cielo? ¿Está Cristo dividido contra sí mismo? ¿Dará el éxito a sus hijos antes que hayan apartado de su medio toda discordia y toda crítica, antes que los obreros, en una perfecta unidad de intención, hayan consagrado sus corazones, sus pensamientos y sus fuerzas a una obra tan santa a la vista de Dios? La unión hace la fuerza. La desunión causa debilidad. Trabajando juntos y con armonía por la salvación de los hombres, debemos ser en verdad “colaboradores de Dios”. 1 Corintios 3:9. Los que se niegan a trabajar en armonía con los demás deshonran a Dios. El enemigo de las almas se regocija cuando ve a ciertos hermanos contrariándose unos a otros en su trabajo. Los tales necesitan cultivar el amor fraternal y ternura en su corazón. Si pudiesen apartar el velo que cubre el porvenir y percibir las consecuencias de su desunión, ciertamente se arrepentirían.

El mundo mira con satisfacción la desunión de los cristianos. Los incrédulos se regocijan. Dios desea que se realice un cambio en su pueblo. La unión con Cristo y los unos con los otros constituye nuestra única seguridad en estos últimos días. No dejemos a Satanás la posibilidad de señalar con el dedo a los miembros de nuestra iglesia, diciendo: “Mirad cómo éstos, que se hallan bajo el estandarte de Cristo, se aborrecen unos a otros. Nada necesitamos temer de ellos, puesto que gastan más energías luchando unos contra otros que combatiendo a mis fuerzas”.

Después del derramamiento del Espíritu Santo, los discípulos salieron para proclamar al Salvador resucitado, poseídos del único deseo de salvar almas. Se regocijaban en la dulzura de la comunión con los santos. Eran afectuosos, atentos, abnegados, dispuestos a hacer cualquier sacrificio en favor de la verdad. En sus relaciones cotidianas unos con otros, manifestaban el amor que Cristo les había ordenado revelar al mundo. Por sus palabras y sus acciones desinteresadas, se esforzaban por encender este amor en otros corazones.

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Los creyentes debían continuar cultivando el amor que llenaba el corazón de los apóstoles después del derramamiento del Espíritu Santo. Debían proseguir adelante y obedecer gustosos al nuevo mandamiento: “Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros”. Juan 13:34. Debían vivir tan unidos con Cristo que se vieran capacitados para cumplir sus requerimientos. Debían ensalzar el poder de un Salvador que podía justificarlos por su justicia.

Mas los primeros cristianos empezaron a buscar defectos unos en otros. Al detenerse a hablar de sus faltas, al dejar entrar la crítica, perdieron de vista al Salvador y el gran amor que había manifestado hacia los pecadores. Se volvieron más estrictos respecto a las ceremonias exteriores, más puntillosos acerca de la teoría de la fe, más severos en sus críticas. En su celo por condenar a los demás, olvidaban sus propios errores. Descuidaban las lecciones del amor fraternal que Cristo les había enseñado y, lo que es más triste aún, no se daban cuenta de lo que habían perdido. No comprendían que la felicidad y la alegría se alejaban de su existencia, y que pronto, habiendo ahuyentado de su corazón el amor de Dios, andarían en las tinieblas.

El apóstol Juan, comprendiendo que el amor fraternal desaparecía de la iglesia, insistió muy particularmente en él. Hasta el día de su muerte, suplicó a los creyentes que se ejercitaran constantemente en el amor. Las cartas que dirigió a la iglesia están impregnadas de este pensamiento. “Amados, amémonos unos a otros escribe él, porque el amor es de Dios… Dios envió a su Hijo unigénito al mundo para que vivamos por él… Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”. 1 Juan 4:7-11.

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Hay hoy una gran necesidad de amor fraternal en la iglesia de Dios. Muchos de los que aseveran amar al Señor no tienen amor hacia aquellos con quienes están unidos por vínculos de fraternidad cristiana. Tenemos la misma fe, somos miembros de una misma familia, somos todos hijos de un mismo Padre, y tenemos todos la misma esperanza bendita de inmortalidad. ¡Cuán tiernos y estrechos debieran ser los vínculos que nos unen! La gente del mundo nos observa para ver si nuestra fe ejerce una influencia santificadora sobre nuestros corazones. Prestamente discierne todo defecto de nuestra vida y toda la consecuencia de nuestras acciones. No le demos ocasión alguna de echar oprobio sobre nuestra fe.

No es la oposición del mundo lo que nos hace peligrar más. El mal que los cristianos profesos guardan en su corazón nos expone al más grave de los desastres, y retarda el progreso de la obra de Dios. No hay modo más seguro de debilitar nuestra vida espiritual que el ser envidiosos, sospechar unos de otros y dejar nos llevar por la crítica y la calumnia. “Porque esta sabiduría no es la que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica. Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa. Pero la sabiduría que es de lo alto es primeramente pura, después pacífica, amable, benigna, llena de misericordia y de buenos frutos, sin incertidumbre ni hipocresía. Y el fruto de la justicia se siembra en paz para aquellos que hacen la paz”. Santiago 3:15-18.

La armonía y unión existente entre hombres de diversas tendencias es el testimonio más poderoso que pueda darse de que Dios envió a su Hijo al mundo para salvar a los pecadores. A nosotros nos toca dar este testimonio; pero para hacerlo, debemos colocarnos bajo las órdenes de Cristo; nuestro carácter debe armonizar con el suyo, nuestra voluntad debe rendirse a la suya. Entonces trabajaremos juntos sin contrariamos.

Cuando uno se detiene en las pequeñas divergencias, se ve llevado a cometer actos que destruyen la fraternidad cristiana. No permitamos que el enemigo obtenga en esta forma la ventaja sobre nosotros. Mantengámonos siempre más cerca de Dios y más cerca unos de los otros. Entonces seremos como árboles de justicia plantados por el Señor, y regados por el río de la vida. ¡Cuántos frutos llevaremos! ¿No dijo Cristo: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos”? Juan 15:8.

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El Salvador anhela de todo corazón que sus discípulos cumplan el plan de Dios en toda su altura y toda su profundidad. Deben estar unidos en él, aunque se hallen dispersos en el mundo. Pero Dios no puede unirlos en Cristo si no están dispuestos a abandonar su propio camino para seguir el suyo.

Cuando el pueblo de Dios crea sin reservas en la oración de Cristo y ponga sus instrucciones en práctica en la vida diaria, habrá unidad de acción en nuestras filas. Un hermano se sentirá unido al otro por las cadenas del amor de Cristo. Sólo el Espíritu de Dios puede realizar esta unidad. El que se santificó a sí mismo puede santificar a sus discípulos. Unidos con él, estarán unidos unos a otros en la fe más santa. Cuando luchemos para obtener esta unidad como Dios desea que lo hagamos, nos será concedida.

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El trabajo de los miembros laicos

A los miembros individuales de la iglesia les incumbe una obra mucho mayor de lo que ellos conciben. No se dan cuenta de los requerimientos de Dios. Ha llegado el momento en que deben idearse todos los medios capaces de ayudar a preparar a un pueblo que pueda subsistir en el día del Señor. Debemos estar bien despiertos y negarnos a dejar pasar las oportunidades preciosas sin aprovecharlas. Debemos hacer todo lo que nos resulte posible para ganar almas a fin de que amen a Dios y guarden sus mandamientos. Jesús requiere esto de los que conocen la verdad. ¿Es esta exigencia irrazonable? ¿No es nuestro ejemplo la vida de Cristo? ¿No tenemos una deuda de amor para con el Salvador, una deuda que nos compele a trabajar fervorosa y abnegadamente por la salvación de aquellos por quienes dio su vida?

Muchos de los miembros de nuestras iglesias grandes hacen muy poco o comparativamente nada. Podrían realizar una buena obra, si, en vez de hacinarse, se dispersaran por lugares donde todavía no ha penetrado la verdad. Los árboles plantados en forma demasiado apretada no prosperan. El jardinero los trasplanta para que tengan lugar donde crecer, y no quedar atrofiados y enfermizos. La misma regla surtirá efecto en nuestras iglesias grandes. Muchos de los miembros están muriendo espiritualmente porque no se hace precisamente esto. Se están volviendo enfermizos y deficientes. Trasplantados, tendrían lugar donde crecer fuertes y vigorosos.

No es el propósito de Dios que sus hijos formen colonias o se establezcan juntos en grandes comunidades. Los discípulos de Cristo son sus representantes en la tierra, y Dios quiere que estén dispersados por todo el país, en pueblos, ciudades y aldeas, como luces en medio de las tinieblas del mundo. Han de ser misioneros para Dios, que por su fe y sus obras atestigüen que se acerca la venida del Salvador.

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Los miembros laicos de nuestras iglesias pueden realizar una obra que hasta ahora apenas ha sido iniciada por ellos. Nadie debe trasladarse a lugares nuevos simplemente para obtener ventajas mundanales, sino que donde hay oportunidades para ganarse la vida, deben entrar familias bien arraigadas en la verdad, una o dos familias por lugar, para trabajar como misioneros. Deben sentir amor por las almas, preocupación por trabajar en su favor, y deben estudiar la manera de llevarlos a la verdad. Pueden distribuir nuestras publicaciones, celebrar reuniones en sus casas, llegar a conocer a sus vecinos e invitarlos a venir a esas reuniones. Así harán brillar su luz por las buenas obras.

Manténganse a solas con Dios los que trabajan, llorando, orando y trabajando por la salvación de sus semejantes. Recuerden que están corriendo una carrera y luchando por una corona de inmortalidad. Mientras que son tantos los que aman la alabanza de los hombres más que el favor de Dios, sepamos trabajar con humildad. Aprendamos a ejercer fe mientras presentamos a nuestros vecinos ante el trono de la gracia e intercedemos con Dios para que conmueva sus corazones. Se puede hacer así una obra misionera eficaz, y alcanzar tal vez a quienes no escucharían a un ministro o a un colportor. Los que trabajen así en lugares nuevos aprenderán cuáles son las mejores maneras de acercarse a la gente, y podrán preparar el camino para otros obreros.

El que se dedica a esta obra adquirirá una experiencia preciosa. Siente en su corazón preocupación por las almas de sus vecinos. Debe tener la ayuda de Jesús. ¡Cuán cuidadoso será para andar con circunspección, a fin de que sus oraciones no sean impedidas y ningún pecado le separe de Dios! Mientras ayuda a otros, el que trabaja así obtiene él mismo fuerza espiritual y comprensión, y en esta humilde escuela se preparará para entrar en un campo más amplio.

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Cristo declara: “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto”. Juan 15:8. Dios nos ha dotado de facultades y nos ha confiado talentos para que los empleemos en su servicio. A cada uno asignó su tarea, no simplemente el trabajo que debe hacer en sus campos de maíz y trigo, sino una labor fervorosa y perseverante para salvar almas. Cada piedra del templo de Dios debe ser una piedra viva, que resplandezca y refleje luz al mundo. Hagan los miembros laicos todo lo que puedan; y mientras usan los talentos que ya tienen, Dios les dará más gracia y capacidad. Muchas de nuestras empresas misioneras se ven trabadas porque son muchos los que se niegan a aprovechar las oportunidades de servir que se les ofrecen. Empiecen a trabajar todos los que creen en la verdad. Hagan la obra que les resulte más cercana; hagan cualquier cosa, por humilde que sea, antes que ser ociosos como los hombres de Meroz.

No nos faltarán los recursos si tan sólo queremos avanzar confiando en Dios. El Señor está dispuesto a hacer una obra en favor de los que creen verdaderamente en él. Si los miembros laicos de la iglesia se despiertan para hacer la obra que pueden hacer, y mirando cada uno cuánto puede hacer en la obra de ganar almas para Jesús, emprenden la guerra a su propio costo, veremos a muchos abandonar las filas de Satanás para colocarse bajo el estandarte de Cristo. Si nuestro pueblo decide actuar de acuerdo con la luz dada en estas pocas palabras de instrucción, veremos por cierto la salvación de Dios. Se producirán reavivamientos admirables. Se convertirán pecadores, y muchas almas serán añadidas a la iglesia. Cuando pongamos nuestro corazón en unidad con Cristo y nuestra vida en armonía con la obra, el Espíritu que descendió sobre los discípulos el día de Pentecostés descenderá sobre nosotros.

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¿Seremos hallados faltos?

Santa Helena, California,

21 de abril, 1903.

Nuestra situación en el mundo no es lo que debiera ser. Distamos mucho de ser lo que seríamos si nuestra vida cristiana hubiera estado en armonía con la luz y las ocasiones que se nos depararon; si desde el principio hubiéramos marchado adelante y siempre hacia arriba. Si hubiéramos andado en la luz que se nos dio, si hubiésemos continuado en el conocimiento del Señor, nuestra senda se habría visto cada vez más iluminada. Pero muchos de los que tuvieron luces especiales se han conformado tanto con el mundo, que no pueden distinguirse ya de los mundanos. No se destacan como pueblo peculiar escogido por Dios y precioso en sus ojos. Es difícil discernir entre el que sirve a Dios y el que no le sirve.

La Iglesia Adventista del Séptimo Día debe ser pesada en la balanza del santuario. Será juzgada conforme a los privilegios y ventajas que haya recibido. Si su experiencia espiritual no corresponde a los privilegios que el sacrificio de Cristo le tiene asegurados, si las bendiciones conferidas no la capacitaron para cumplir la obra que se le confió, se pronunciará contra ella la sentencia: “Hallada falta”. Será juzgada según la luz y las ocasiones que le fueron deparadas.

El propósito de Dios para su pueblo

Dios tiene en reserva amor, gozo, paz, y un triunfo glorioso para todos aquellos que le sirven en espíritu y en verdad. Su pueblo que guarda sus mandamientos debe estar siempre listo para servirle. Debe recibir una medida siempre mayor de gracia, de poder, y del conocimiento de la obra del Espíritu Santo. Pero muchos de los hijos de Dios no están listos para recibir los preciosos dones que el Espíritu de Dios está dispuesto a conceder. No se esfuerzan por obtener de lo alto un poder cada vez mayor para que, siendo ricos en dones celestiales, sean reconocidos como el pueblo peculiar de Dios, celoso en buenas obras.

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“Arrepiéntete, y haz las primeras obras”

Las solemnes advertencias que nos han sido dadas por la destrucción de instituciones valiosas y útiles, nos dicen: “Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras”. Apocalipsis 2:5. ¿Por qué no se percibe mejor el estado espiritual de la iglesia? ¿No están cegados los centinelas que velan sobre los muros de Sión? ¿No se sienten muchos siervos del Señor despreocupados y satisfechos como si la nube durante el día y la columna de fuego por la noche descansasen sobre el santuario? Los que ocupan posiciones de responsabilidad y que aseveran conocer a Dios, ¿no lo están negando en sus vidas y caracteres? Los que se cuentan entre el pueblo elegido de Dios, ¿no están ellos satisfechos de una vida que transcurre sin dar la evidencia de que Dios está verdaderamente en su medio, para salvarlos de las trampas y los ataques de Satanás?

¿No tendríamos más luz si, en lo pasado, hubiéramos recibido las advertencias del Señor, si hubiéramos conocido su presencia, y si nos hubiésemos apartado de todo lo que es contrario a su voluntad? Si hubiéramos procedido de este modo, la luz del cielo habría brillado en el templo de nuestras almas; nos habría hecho capaces de comprender la verdad y de amar a Dios por encima de todo, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. ¡Cuán gravemente es deshonrado Cristo por aquellos que, diciéndose ser cristianos, deshonran el nombre que llevan al no conformar su vida a su profesión de fe y al omitir en su trato mutuo el amor y respeto que Dios desea ver revelados por medio de palabras amables y actos corteses!

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